Del drama a la costumbre. De las colas en la farmacia a los feriados puentes: la fragilidad de la pandemia vista desde la hamaca de mi balcón.
Hoy llega a la “Edícola” la revista que leo, así que me pongo la máscara y salgo a la calle. Vivo en Bruzzano, barrio suburbano de la zona norte, el límite geográfico donde la ciudad se convierte en provincia. En la esquina de mi casa empieza el Parco Nord, uno de los parques más grandes de Milán, un pulmón de oxígeno sin luces ni rejas. Mi edificio es el último muro de acero. Bajo por las escaleras y en 200 metros llego al pequeño centro de este ex “borgo” medieval, hoy devorado por la modernidad. La calle está llena, llena de ancianos que hacen compras. Suenan las campanas de la iglesia que anuncian las 10 de la mañana mientras la fila para entrar al supermercado asume ya cien metros. Mi respiración contenida en el barbijo sale por poros de tela y empaña mis lentes.
Llevo 35 días de cuarentena respetada con sentido cívico ejemplar: salí 4 veces al supermercado, 2 a la farmacia, 2 a la edícola y 2 a sacar la basura. Al cumplirse un mes de mi encierro sanitario, me di una concesión: de medianoche y evitando ruidos, me escabullí hasta el parque a ver un rato la luna. Una hamaca paraguaya y un balcón extenso me permite días de sol y noches de contemplación.
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Al frente me mira un edificio que ya debe andar por los 80 años. Soy buena observadora y la gran cantidad de balcones y ventanas me permite practicar la técnica antropológica. Los albaneses del cuarto nunca volvieron de Tirana por miedo a los contagios; el del tercero de la derecha es sudamericano, lo supe cuando se puso a cantar con un micrófono canciones de reggetón. La señora del sexto a la izquierda toma sol en su pequeño balcón lleno de flores, mientras que el del segundo de la derecha que sale en calzoncillos es el mismo que llega en su auto con la música a todo lo que da.
Mientras en el resto del mundo las personas aplauden desde sus balcones y se hacen amigos, en Bruzzano la indiferencia manda. A veces algunos se pelean, pero nunca llego a ver la escena. Ya me pasó dos veces. Hace una semana pasó un avión, y fuimos varios los que nos asomamos. Es que ya no pasan más desde hace un tiempo, y se nos afinó el oído. Otras veces pasa el helicóptero sanitario del Hospital de Niguarda. Es amarillo, me gusta pensar que es un “helicóptero bueno”. Por ahora, no pasó ningún drone.
De vez en cuando las sirenas de las ambulancias te sacan del letargo, y como no hay mucho para hacer, se corre al balcón. Siempre el mismo pensamiento: “que no sea acá, que no sea acá”. Anoche fue acá, en mi calle, y se llevó a un vecino del edificio de al frente. ¿Irá a la terapia intensiva? ¿Sobrevivirá? Un rato después apareció el camión del supermercado a hacer una entrega ¿A esa hora? Los otros que vienen a mi calle son los de Amazon, uno tras otros bajan de sus furgones con paquetes cuyo logo se parece a la marca de la bestia, una sonrisa irónica y burlona que se ve incluso desde el piso 4. No hay cuarentena para las mercancías, solo para las personas.
Otro que también se asomo es el señor del balcón de al lado. Las relaciones no son las mejores. El señor vive acá desde que el edificio fue construído, y conoce a todo el vecindario. Tiene la costumbre de entablar conversaciones de larga duración con sus conocidos transeúntes. Por lo general, empieza su intervención con un ¿Allora? Siempre el mismo cuento: le pregunta por la madre, el padre, la mujer, y luego habla del Coronavirus. Yo lo bauticé “El viejo allora” pero se llama Franco.
Algunos vecinos bajan con sus perros. Mucho se discutió sobre el asunto en estos días. Se prohíbe pasear con niños, pero se permite pasear con perros. Al parecer en una ciudad con mayor cantidad de canes que de hijos, los peludos tienen más derechos de circulación.
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Barbijos y peleas
Desde este lunes es obligatorio salir a la calle con barbijos, pero no se los consigue por ninguna parte. Después de comprar mi revista me fui a la farmacia. Hice una hora de cola, ya completamente habituada a la vida que será. Los negocios cerrados, el colectivo vacío que pasa y vuelve a pasar, y todos buscando una excusa razonable para salir a la calle.
La ciudad de centro-izquierda se pelea con la Región de centro-derecha, quien a su vez se pelea con el gobierno nacional de centro-izquierda. En estos días se pelean por los barbijos: la nación envió máscaras que no servían, la región entonces las compró con fondos propios pero quedaron atrapadas en la aduana. Luego un emprendedor ofreció un buen negocio por miles de ellas, pero fue arrestado tras descubrirse su maniobra delictiva.
El que no tiene barbijos puede usar una bufanda, el tema es que ya hace calor y ya estamos cansados de taparnos las fosas nasales.
Las peleas entre región y nación siguen, ahora por la reapertura. Están los que defienden la economía versus los que defienden la salud. Además, están los que buscan un acuerdo con la Unión Europea, y los que se quieren separar. Cada diputado y senador tira para su carro de acuerdo a sus intereses, y en el medio nosotros que hacemos la cola por horas sin chistar. Los obreros no quieren volver a las fábricas porque no hay medidas de seguridad adecuadas, además el obrero tiene que tomar la Metro y las conglomeraciones traen coronavirus, ya nos quedó claro. Mientras tanto los poderosos de Cofindustria presionan para abrir las fábricas porque hay que facturar, ¿Cómo vamos a salir adelante sino? Chi lo sa. Vamos al supermercado, hacemos las compras y no pensamos en mañana. Que se viene una gran depresión, que será peor que el 2008. En momentos de reclusión, mejor no pensar en planes de medio y largo plazo. Como dicen los bandidos de las películas: la plata o la vida.
Vivo en la región más rica de Italia, una de las ciudades más desarrolladas de Europa, con un sistema sanitario a la vanguardia. Y sin embargo en las semanas más apremiantes de la curva de contagios, Lombardía dejó a los enfermos en sus casas. Muchos de ellos murieron allí o en la ambulancia que llegó con días de retraso. Murieron con una crisis respiratoria aguda, y sus cuerpos fueron amontonados primero en morgues, luego en crematorios, luego en iglesias y luego en otras ciudades lejanas con menos muertos. Ya no había lugar para los difuntos. Se prohibieron los velorios. Murieron también los médicos que recibían a esos pacientes que el hospital expulsaba.
La falta de hisopados, la prisa del asunto, la burocracia monstruosa, el cansancio, los intereses cruzados, la nula coordinación y lo desconocido del asunto, entre otras yerbas, dieron vida a una poción venenosa y difícil de tragar: la crisis sanitaria lombarda. En Milán, los muertos del Coronavirus son como los soldados desconocidos. Así las cosas en la región más rica del país.
Pascua y Pasquetta
En Italia, después de la Pascua llega la Pasquetta (léase pascueta). Un lunes cívico y ateo que extiende el feriado un poco más. La Pasquetta es también la llegada de la primavera, y se va al mar, a la plaza, a la montaña, a cualquiera lado pero se va. Pero no en 2020, no en el año de la pandemia. Para evitar la irresponsabilidad, se bloquearon las salidas de las ciudades turísticas. Ya se conocen los italianos, saben de sus pasiones. Mes difícil para estar en casa decía porque además de la Pascua está el feriado del 25 de abril, el día de la Liberación.
Pocas cosas provocan todavía en Italia grandes manifestaciones ciudadanas. El día de la Liberación es una costumbre que aún se mantiene en pie. Allá por el año ’45, y luego de dos años de ocupación nazi en la ciudad, los obreros y las obreras de Milán se alzaron contra el invasor, levantaron barricadas y con fiereza y convicción lograron que los alemanes se retiraran de una ciudad destruída por las bombas, el hambre y el fascismo. La medalla de Oro a la resistencia otorgada por el Rey a los vecinos de esta ciudad, sigue colgada en el cuello de todos los hijos de los partisanos milaneses, que orgullosos siguen tarareando Bella Ciao en cada esquina. Niente. El gobierno extiende la distancia social hasta el 3 de mayo para que nos tienten los feriados ni los días lindos. Para aquella época, habremos pasado encerrados en casa un total de 58 días.
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En la farmacia no está lo que busco, voy a tener que volver mañana. La cola en la farmacia está de nuevo repleta. Camino por la sombra, doblo la esquina y llego a mi calle. Bruzzano ya no parece que esté en cuarentena. Subo por las escaleras del edificio y entro a mi casa. No sé como será para los que cambiaron radicalmente sus modos de vida; yo trabajo desde casa desde hace 8 años. Mi computadora fue más veces una ventana que una prisión. Me siento a escribir estas palabras aleatorias sin pensar en mi futuro mientras escucho pasar de nuevo al helicóptero de Niguarda. No tengo muchas necesidades en la cuarentena, más allá de comer y de estar bien. Vivo el aquí y ahora.